De verdad que me sentaba en la mesa grande llena de lápices, pinceles,
hojas de dibujos, plastilina, de ahí veía los lienzos colgados y algunos en
proceso, cientos de tablas de prácticas de colores, decenas de esculturas
en plastilina, el olor a pintura y arcilla envolvía el ambiente. El salón de
artes era como un bosque, un refugio de la creatividad, me sentía confiado
de los proyectos que había diseñado a lo largo de unos cuatro años. Había
visto grupos sumamente inquietos y apáticos abrirse a la experiencia de la
clase, cada puerta tiene una llave y definitivamente el ambiente físico del salón
y los materiales eran una llave clave (en inglés key = llave = clave). Con la
llegada de la pandemia del COVID-19 cambiamos a un indefinido tiempo de
modalidad a distancia y el salón de artes se cerró. Se supone que debo estar
listo para las pérdidas, pero cuando llegan sucumbo a la melancolía.
Necesitaba recursos potentes y estrategias efectivas para seguir dando la
clase ahora en línea y no los tenía, al menos no los encontraba. Sentía un
sentimiento de rechazo al no aceptar una realidad, la contingencia parecía
haber también aniquilado mi llamado de ser maestro. Poco a poco las cosas
mejoraron en la clase y tuvimos algunas experiencias esporádicas de chispa
creativa, pero el problema no estaba en la plataforma digital ni en los métodos
mucho menos en los alumnos. El problema estaba en el líder emocional de la
clase, osea yo, el maestro que había abandonado ya su vocación.
¿Qué tal si me había renunciado a la creatividad? ese ideal que persigo desde
chico, y solo sobrevivía en una realidad distópica de envío y recibo de
información. Y es que había llegado a niveles de desánimo que incluso me
cuestionaba, por qué no le hice caso al agente de migración cuando me
cuestionó que por que no estudiaba ingeniería, ahora sería un ingeniero civil
transformando la materia, formando ciudades y claro siendo rico.
¿Qué razonamiento podría sacarme de este sentir? Sabía que necesitaba
una razón para volver a liderar la clase, después de bastantes meses así,
me apegue a la costumbre de lectura entre clases y limpiar los libreros, dice
Tolkien que el valor se encuentra en los lugares más insospechados; en la
cuarentena los libros los considero lugares.
La ayuda de Dios vino por medio de dos pequeñas citas; así sucedió:
La primera fue en contra de la búsqueda de riquezas y vino de Las Cartas
Morales de Séneca. Dice Séneca que “la sabiduría representa riquezas
porque las da al hacerlas superfluas”. Osea que a comparación de las
riquezas más altas (y conecto con el Evangelio) los bienes eternos, el dinero
no debe ser ambicionado.
La segunda cita fue en contra de mi deseo de ser. Un día encontré un libro
viejo que me regalaron mis papás una Navidad a los doce años. Un libro
filosófico muy complicado para esa edad y realmente nunca lo entendí, con
bastante nostalgia y ese sentimiento de vivir mis últimos días en casa de mis
padres, lo abri y asi nada mas encontré mi vocación de maestro otra vez,
como se encuentra una moneda debajo del cojín de un sofá. Decía la frase
del frontispicio así: “Hay muchos más espíritus que tierras sin cultivar” Jean
de La Bruyere. Esto me reafirmaba en la importancia de ser educador,
además de su prioridad sobre el dominio del mundo material. Realmente
estoy en la profesión indicada! No sé exactamente cómo realizar el trabajo,
pero teniendo la motivación, puedo ser feliz y llevarlo a cabo en el servicio.
Esta experiencia me enseñó que la educación no depende del espacio
físico y que la vocación de maestro tampoco del reembolso económico y
moral. He sido llamado desde siempre a enseñar durante este tiempo
único en la historia. Soy un maestro.